Arco iris blanco

Cada año, al concluir el ciclo escolar, llega el anhelado momento de emprender nuestra aventura hacia las imponentes montañas en compania de mis padres. Nuestro destino es una cabaña familiar que ha resistido el paso de más de un siglo, testigo silencioso de generaciones de historias y tradiciones.

El ascenso es un desafío que pone a prueba nuestra resistencia. Con mochilas pesadas y el corazón lleno de expectativas, nos adentramos en senderos serpenteantes que se elevan entre la vegetación agreste. El aire se vuelve más fino con cada paso, y nuestras piernas protestan ante el esfuerzo continuo. A medida que avanzamos, el paisaje se transforma: los pueblos quedan atrás y la naturaleza nos rodea con su majestuosidad.

Tras horas de caminata, con el estómago vacío y los músculos exhaustos, divisamos por fin nuestra meta. El sol comienza a ocultarse, pintando el cielo de tonos naranjas y púrpuras, cuando a lo lejos escuchamos los ladridos de los perros. A un kilómetro de la choza, los fieles perros de mis tías nos reciben con un entusiasmo contagioso, saltando y moviendo sus colas como si comprendieran la importancia de nuestro regreso anual.

El último tramo del viaje nos enfrenta al desafío del río. Con cuidado, saltamos de piedra en piedra, equilibrando nuestro peso y el de nuestras pertenencias. El agua cristalina corre veloz bajo nuestros pies, su murmullo una melodía constante que nos acompaña hasta la orilla opuesta.

Por fin, la cabaña emerge ante nosotros, una silueta reconfortante envuelta en una suave neblina de humo. Descargamos nuestras pertenencias de los pacientes caballos que nos han acompañado en el tramo final. El aroma a leña y hierbas nos envuelve mientras cruzamos el umbral, donde nos esperan los abrazos cálidos de familiares que han llegado antes.

Tras los saludos, nos reunimos alrededor del fogón. El mate de t’aya, una hierba típica de las alturas andinas, circula entre nosotros, su sabor intenso y reconfortante alivia el cansancio del viaje. Nos recostamos sobre suaves pieles de oveja, dejando que nuestros cuerpos se relajen al calor del fuego.

La tranquilidad de la noche se ve interrumpida cuando Raúl, uno de los jóvenes del grupo, sale abruptamente de la cabaña. Su voz, cargada de asombro y temor, rompe el silencio: «¿Qué es esto? ¡Imataq kairi, imataq kairi! ¡Imataq karpanri!». Regresa precipitadamente, sus ojos abiertos de par en par, gritando: «¡Yuraq kuychi, yuraq kuychi!».

La cabaña se llena de agitación. Todos quieren salir para ver esta entidad misteriosa, pero el anciano del grupo, con voz grave y autoritaria, advierte: «Nadie salga, si lo hacen, morirán. Si desean ver, hagan un agujero en el techo de paja y miren desde aquí».

Los adultos, respetando la sabiduría del anciano, observan primero. Sus rostros reflejan una mezcla de asombro y reverencia, permaneciendo en un silencio casi sagrado. La curiosidad me vence y, con cuidado, hago mi propio agujero en el techo.

Lo que veo me deja sin aliento: una entidad de un blanco intenso y vibrante se eleva hacia el cielo nocturno como un arcoíris etéreo. Su forma ondula y se estira, descendiendo al otro lado de la montaña en un espectáculo hipnótico. El fenómeno parece durar una eternidad y a la vez un instante.

Cuando la aparición se desvanece, los adultos comienzan a discutir en voz baja, tratando de localizar el origen exacto de la entidad. Usan como referencia piedras prominentes, matas de ichu y la posición de las estrellas. Tras un debate acalorado, llegan a un consenso: el Yuraq Kuychi emergió cerca del puquio, un manantial sagrado ubicado junto al río, a unos quinientos metros de nuestra posición.

Meses después del incidente, impulsados por una mezcla de temor y curiosidad, algunos miembros de la familia deciden tomar medidas. Traen gasolina de la ciudad para rociar los alrededores del puquio. Existe la creencia de que esta entidad, al entrar en contacto con elementos ajenos a su mundo natural, huye o se traslada a lugares más recónditos, preservando así su misterio.

Imagen referencial

Las personas que han vivido toda su vida en estas montañas comparten su sabiduría ancestral: el Yuraq Kuychi, dicen, habita en los puquios, lagunas y cascadas, guardianes de los secretos más profundos de los Andes. Aquella noche fue la última vez que lo vimos cerca de nuestra cabaña, pero su leyenda persiste. Se han reportado avistamientos en otros lugares remotos, algunos con desenlaces trágicos para aquellos que se atrevieron a acercarse demasiado.

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